viernes, 10 de junio de 2011

LOS VAMPIROS EN LA TELEVISION



  Edward Cullen, tardaremos mucho en olvidar este nombre. Si los noventa, fueron los alienígenas con la serie de culto Expediente X, el dos mil fue para Dharma y los misterios de una isla singular con Perdidos, esta nueva década parece estar marcada por la presencia de los colmillos, las estacas y los chupasangres con mirada algo extraviada y pelo alborotado. La saga Crepúsculo ha conquistado a toda una generación de jóvenes con ganas de sentir en sus jóvenes corazones todos los dramas que acontecen a Bella Swan y su vampiro, Edward Cullen. Como era de esperar, cuando algo funciona en un medio, es fácil su salto al resto, es así cómo los vampiros han pasado del celuloide a la pequeña pantalla, un sutil intercambio por otras figuras televisivas que han hecho lo contrario, como las ya creciditas señoras de Sexo en Nueva York y la resurrección de El Equipo A.

 El mito del vampiro ha regresado con intensidad, aunque hay que decir que nunca se fue del todo. Por diferentes motivos, estas criaturas de la noche son de las que mejor han perdurado en el tiempo y, en más ocasiones, hemos podido ver en cine, libros o televisión. ¿Qué los hace perdurar en el tiempo e incluso someterse a ese lifting que los hace volver a estar de moda entre los más jóvenes? Hay una respuesta sencilla para ello, la atracción. La figura del vampiro siempre ha marcado una dualidad entre lo temible y lo deseado. A diferencia de otras criaturas peludas, monstruosas y espantosas de mirar, el vampiro siempre ha sido encarnado como un personaje atractivo, seductor, envuelto en un halo misterioso, belleza suficiente para ocultar el demonio, la maldad y el terror en estado puro. En todas las versiones e historias sobre vampiros, especialmente los vampiros que se ocultan detrás de la pantalla de nuestros televisores, han jugado a esa sutileza de seducción para así conquistar a su público.


  A finales de los noventa, la aclamada y añorada “Buffy, la cazavampiros” supo volver a traer a los vampiros de su tumba. Se trataba de una época de horas bajas para el cine de terror y nula presencia del miedo en las series del momento. Buffy se convirtió en una agradable caja de sorpresas. No sólo recuperaba la emoción y misterio de la figura de los vampiros, sino que además ofrecía una pequeña película de miedo en cada capitulo. Buffy se enfrentaba a fantasmas, momias, hombres-lobo, hechiceras… toda una delicia para los amantes del cine de terror clásico, haciendo un recorrido por todos esos mitos con un lavado de cara para una nueva generación que desconocía a los monstruos clásicos de la Universal. Buffy jugaba con la idea del chico bueno/chico malo en Ángel, su vampiro seductor. Ángel era un vampiro con alma, no era como el resto, pero no nos podíamos confiar en que nuestra protagonista se atreviera a entregarle su corazón. Su público permanecía atento a la chica traviesa que salía con el chico menos indicado, tramas que hacían conectar a su publico con los personajes pese a no haber salido con vampiros. La serie supo construirse todo un universo paralelo donde brujas, hechizos, magia y más de un Apocalipsis nos siguiera hablando de un mundo que conocemos, parecido al nuestro, por lo tanto, fácil de identificarnos. Buffy no sólo hablaba de vampiros, lo cuál hizo que muchos fans no sólo la amaran por los chupasangres.

  Algo hace que conecte el tema de los vampiros con el público más joven, como ha sucedido en el cine con la saga Crepúsculo y no hayan tenido mejor repercusión otras buenas películas de colmillos como “30 días de Oscuridad” o “Daybreakers”. En la televisión, pudimos comprobar que el spin-off de Buffy, “Ángel”, algo más oscuro y orientado a un público más adulto, no gozó de su misma suerte y terminó siendo cancelada. Igualmente, ocurrió con productos como “Moonlight” y “Blood Ties”.


  Bajo a esa estela del vampiro en un plano más adulto, llegaba la serie “True Blood” hace dos años. La serie era la nueva creación de Allan Ball, guionista de la ganadora a Oscar como mejor película, “American Beauty” y la valorada serie de culto, “A dos metros bajo tierra”. Ante estas premisas, era fácil averiguar que no iba a ser un producto de fácil lectura. Las creaciones de este aclamado guionista suelen ser como esas imágenes de ilusión óptica donde uno cree ver algo hasta que se detiene y mira fijamente. Los bellos planos de Mena Suvari en aquella bañera con pétalos rojos que ocultaban su insinuante desnudez engañaban al espectador que podría relacionar “American Beauty” con ese sueño americano que no era más que una fachada para mostrar un reverso más oscuro, represión y decadencia de un personaje protagonista en un duro momento de crisis existencial. “A dos metros bajo tierra” no hablaba de casos autoconclusivos sobre los curiosos clientes de aquella funeraria regentada por la particular familia Fisher. Encontrábamos mucho más bajo la superficie de una familia que parecía tener una base dura para poder así afrontar un trabajo diario con muertos, familiares en el peor día de sus vidas y rosas para decorar lo feo que es morirse. Los Fisher mostraban sus crisis, su lucha por ser ellos mismos tras haber vivido en una larga etapa de fachada, bloqueo y rigidez como esos cuerpos que llegaban a ese hogar y funeraria a la vez. Para entender “True Blood”, hay que pensar que no es una serie de vampiros. No vamos a encontrar todo lo que representa una serie de ficción sobre estas criaturas. No hay vampiros, no podemos verlos porque los vampiros de Allan Ball vuelve a ser una enrevesada metáfora de un mundo, esta vez mucho más libertino, pero plagado de esa aspereza emocional que suelen compartir todas sus creaciones. El espectador que ame dicha complejidad, encontrará en “True Blood” dicho pasatiempo. Quien busque una serie de vampiros entretenida, no le queda más remedio que seguir leyéndome.


  En septiembre del 2009, se estrenaba “Vampire Diaries”, una apuesta fuerte en pleno éxito de la saga Crepúsculo. La serie volvía a apostar por el público joven y lo hacía con varios ases bajo la manga. Estaba basada en una colección de libros que habían tenido un gran éxito durante los últimos años, titulada “Crónicas Vampiricas” en nuestro país. Además, la serie recuperaba al guionista Kevin Williamson, que contaba con el mérito de haber resucitado el cine de terror en esa crisis de los noventa que antes comentábamos.
  La serie fue trasformándose a lo largo de la primera temporada cuál humano en vampiro. Pese a la curiosidad inicial y sus buenos datos de estreno, su historia y modo de contarlo no terminaba de complacer a los más exigentes. El argumento era flojo, demasiado predecible y con un aroma a chicle cuál producto destinado al adolescente más púber. Sus primeros capítulos parecían sentir la obligación de tener una fiesta en cada capítulo y una situación de cliché “cool” que acercara esta historia de dos hermanos vampiros a una serie a lo Gossip Girl o 90210, hermanas de cadena. La presión del canal en la que se emite, destinado principalmente a un público juvenil y femenino, hizo que la historia no adquiriera inicialmente ese tono oscuro que fue adquiriendo a medida que avanzaban los capítulos. Vampire Diaries ya había sido infectada, no era una serie de jóvenes como el resto, el mordisco llegó a tiempo y consiguió dar los frutos que todos esperábamos, más ataques, más vampiros, buenos giros argumentales y una protagonista que no quisiéramos desterrar a Capeside, por su semejanza a Joey Potter, aquel irritable personaje de otra de sus aclamadas creaciones del sr. Williamson, “Dawson Crece”. Vampire Diaries acaba de terminar su segunda temporada con una buena proyección hacia donde parece dirigirse la serie, aunque nunca quitará el trono a la cazadora Buffy y su tropa, ya que Vampire Diaries sigue siendo un efecto colateral de la saga Crepúsculo que, seguramente, todos acabaremos recordando por esa revisión del vampiro más sensible y metroemocional que interpreta el actor Robert Pattinson, entrando así en una galería de rostros humanos que encarnaron estos demonios de aspecto seductor, como Bela Lugosi, Christopher Reeve y, de cosecha propia, Antonio Banderas.